Por Abraham Rojas

“Los síntomas de esa enfermedad llamada autocompasión, de esa garrapata que se aferra a las carnes débiles, poco capacitadas; a esos cuerpos debilitados por el caos de la mente. Cayendo en esa precaria condición se sufre de un instinto de supervivencia débil, de una contagiosa depresión, del nefasto dolor de vientre que causa la inferioridad; enfermedad que estorba a la adaptación, es una antítesis de evolución y se propaga como una plaga de langostas que devora el poder de la voluntad humana”.   

La pena por sí mismo, es sin duda la más grande batalla que la voluntad humana, pocas veces logra vencer. Frente a ello la derrota casi siempre es inminente. Es un mal que te abraza, te hace sentir confort, que te mima; y con su tierno apapacho te sumerge en ese cálido conformismo que te deslinda de las responsabilidades y así negar más fácilmente, los efectos resultantes de una toma de decisiones equivocada. Es ese suave susurro que al oído te habla con su letal y convincente discurso, y que no tarda mucho en convencerte, que tú eres víctima de las circunstancias, que eres rival más débil en este juego; que el diseño de la vida se hizo premeditadamente complejo para tu sufrir.

La autocompasión es también, muy dentro de sí misma, el más desubicado y estéril egocentrismo, pues hace caer a su huésped, en un delirio de persecución y de complot eterno. La evasión es su gran constante, y sus dos antídotos, son difíciles de suministrar, pues, estos son muy dolorosos para quien sufre de este mal; una serenidad en la resignación y total responsabilidad, son algunos de los antídotos más eficaces. Estos dos elementos en conjunto, logran en el individuo una aceptación plena y real de su realidad, con una poca distorsión a su favor, pues la autocompasión es un torcimiento de la realidad que se hace favor del individuo, que, exagerando los hechos para lograr un rol protagónico de mártir, de chivo expiatorio; ideas que son meramente anti evolutivas. Pues el camino directo a la evolución, es, el saberse dueño y responsable del mundo y sus adversidades, no existe progreso mental y espiritual; sino hay un quebrantamiento de previo estos mismos; y por consiguiente esa fractura solo se logra identificar cuando hay plena conciencia de responsabilidad y aceptación; así le logra la trascendencia; solo se trasciende cuando se identifica que hay algo que trascender, de lo contrario solo aguarda una vida de lamento y de rechinar de dientes.

“En un pequeño estanque cristalino, en un lugar húmedo, en un bosque de oyamel en Xochimilco; estaban dos ajolotes. De pronto un temblor retumbo en todo aquel bosque. Arboles cayeron unos encima de otros, el suelo se partió y dejó ver el rojo ardiente interior de la tierra; la grieta creció y se alargó hasta llegar al cerro de la cruz; se partió, y cayeron inmensas piedras en el deslave. Una de esas bronceadas rocas, cayó en ese cristalino estanque, atrapando a los dos ajolotes; una de las patas de cada uno se atoró contra la superficie y la inmensa piedra.

Durante todo un día, ambos lloraron y maldijeron su terrible fortuna, predijeron y especularon con un sinfín de variantes, sobre como morirían; ya sea de hambre, de dolor o hasta a causa de ser presa fácil para los sapos. Al día siguiente uno de ellos empezó a mordisquear su pata, arrojando clamores horribles de dolor en el proceso. El otro se abrumó más al ver y oír a su compañero, pensando que la locura se había apoderado de él. Entonces, empezó de nuevo con su llanto de pena por sí mismo y también por la de su compañero que había perdido la cordura. Toda esa noche, entre sueños escuchaba el clamor de dolor de su compañero que mordisqueaba su pata. En el amanecer del tercer día, despertó, y le extrañó de sobre manera no ver a su compañero, solo miró su pata, aun atorada, el resto de su cuerpo había desaparecido. Fue devorado por un sapo; pensó. Entonces prosiguió ensimismado con su conmiseración, más aún, porque ya estaba solo y en peligro inminente de ser también devorado.  

Pasaron un par de días, y al lugar del evento catastrófico, se acercaba un ajolote robusto y grande; traía una pequeña lombriz en el hocico, se acercó al ya demacrado y tísico ajolote que se encontraba aún atrapado; yacía muerto, murió en autocompasión. Entonces quien llevaba la lombriz en la boca, era el otro ajolote que estuvo también atrapado y llevaba alimento a su compañero de pena. Su pata se había regenerado y salió un nueva, más fuerte y mejor. Nadie lo había devorado, él se despojó de su propia pata, para escapar. Fue ahí que aprendió, en su dolor, de su habilidad natural de regeneración; se permitió evolucionar”.

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